Ingredientes: Dos recipientes lo suficientemente grandes para que te quepan las manos, agua caliente, agua fría y hielo.
Para realizar este ejercicio hay que llenar con agua fría un recipiente y echar hielo, como medio de agua y medio de hielo. Dejar enfriar un par de minutos hasta que no haya diferencia de temperatura, o no se note), entre el hielo y el agua.
Mientras tanto llenar el otro recipiente con agua de templada a caliente al punto en que la notemos caliente pero sin que queme al tacto.
Nuestra percepción del dolor por diferencia de temperatura hace el frío polar nos queme como si pusiésemos la mano en el fuego y viceversa, es decir, el fuego también quema. El fuego quema literalmente pero el primer dolor que notamos es debido a la percepción de la diferencia de temperatura. El resto ya es dolor por alguna lesión, quemadura.
Lo bueno del experimento es que produce dolor y luego una muy extraña y reconfortante sensación de bienestar. Échale güevos (que no huevos), querido lector y prueba. Por mucho que duela va a ser sólo una fracción de segundo hasta que tus manos se hagan a la temperatura del agua...
Introducir una mano en el agua fría de forma que quede sumergida por completo y esperar. Al principio se pondrá algo pálida pero luego irá tomando un color amoratado. Es mejor no repetir este experimento muchas veces porque reseca la piel y hasta sarmienta.
Con la mano bien fría y, quizá, ya con algo de dolor articular. Esperando y confiando, en plena conciencia de que en la otra fuente no hay agua que te pueda lesionar, porque está templada, sumergir de golpe y con decisión (no vale retirar la mano porque duele al principio) en agua templada.
El dolor de una quemadura real es muchísimo mayor, más largo e intenso. Este es un dolor que quizá tengas ganas de volver a pasar.
En un próximo capítulo explicaremos para qué puso Dios, si dioses hubiera, el pelo sobre la cabeza a los humanos.
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O quam cito transit gloria mundi.