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La paz del hogar

Casi dos años en el País Vasco. No recuerdo un día sin ver un municipal o un erchaina o como cojones se escriba.

Dos semanas en Galicia y no tengo ni puta idea de cómo visten aquí los guardias.

Hay que reiterar la cosa aquella de cuando fuí a Perú y en el puñetero McDonalds había dos seguratas en la puerta con chaleco antibalas.  La impresión era de que, allí, cojones, pasaban cosas MUY malas.

Pues lo mismo.

Estuve de paseo. Cuatro kilómetros de calles me pateé. Lo hago mucho. Vi una ambulancia en servicio de urgencias, salieron corriendo y se metieron en un portal. No vi policía. En un paseo anterior me llegué a cerca de la torre de Hércules. Allá hay un cuartel militar, con garitas cerradas sin nadie dentro. Nada hay, nada ocurre. Aun recuerdo cuando trabajaba en Oviedo y, al pasar por la gobernación militar, según el día, no funcionaban los móviles. También recuerdo que cargaba el móvil una vez a la semana. Y también que hablé con un desarrollador de producto que estuvo en una convención cuyos frutos eran ideas para provocar mayor consumo energético en la clientela de las energéticas. Hechos que no salen en las noticias pero que dicen, nos dicen, que pasan cosas y cosas muy graves.

Aun hay quien dice, cuando cuento estas mierdas,  que se siente más seguro ante esos signos. Yo los veo como albores de peligrosidad y ellos como garantía de seguridad. Recuerdo ir a la oficina en Madrid sin perder de vista a los azules: estaban en la cafeta donde tomaba porras y café; estaban en las bocas de metro; paseaban por la calle... Eran municipales y nacionales, de dos en dos, enormes y serios. Paseaban entre el griterío adolescente de algún viernes que llegué a un bar friki retro mega huracanado por Malasaña en la cortísima calle que recuerda al Dos de Mayo.

Fui al banco a pagar una multa. Entré como se entra a un sitio de estos con puertas automáticas. La siguiente puerta, que uno pensaba que era para conservar el calor, pero no. La puerta detrás de uno se cerró y sonó una voz diciendo que iba a ejecutarse un escaner de metales, inmediatamente, sonó una alarma. Luces rojas, qué vergüenza. Un segurata se acercó al arcón. Una voz ahogada por las capas de cristal decía algo como que qué llevaba. Me giré y dije que un portátil, señalando la mochila.

La cosa está jodida. Eso era en Ciudad Lineal, sin zona azul, lejos del centro, con chalecitos y todo vivienda y empresa. ¡Qué chunga está la cosa! Pagué la multa y pregunté a la gente de la oficina si eso era normal. Lo es.

Viví en Helsinki tres meses. Fuí al banco casi cada semana que, cojones, allí el dinero no vale lo mismo. Creo que, el dinero, lo imprime Parker como el del Monopoly. Algo raro habrá para pagar una caña a 7.50 euros. En el centro, delante de la estación, estaba la sucursal que quedaba más cerca de mi piso. En esas noches de sábado que viví donde nunca tanto borracho extranjero pude ver en mi vida, la gente hacía cola ordenadamente y sin molestarse a tantos metros detrás unos de otros que, si algo molesta a los fineses, es que hagan cola detrás de ellos a la española. Cuanfo iba de día y había cola, entrabas en el banco a sacar pasta y punto. La puerta estaba abierta, hablabas con un cajero que estaba detrás de una barra sin ventanilla y te daba el billetamen que te pagase comida y cerveza para semana y media sin mayor problema. Calma, gente que habla despacio y que nunca parece enfadarse por nada.

En un bar, rock bar o algo así, por allí cerca, comenté esto con los nativos y me dieron la razón. Dijeron que, de ver un banco tan protejido en Madrid, sería que en Madrid pasaban cosas muy malas. Lees las noticias y es que no pasan pero la apreciación es intranquila. Les dije que soy de un pueblo pequeño, la fe, la alegría, la paz del hogar. Donde dejábamos la puerta abierta de casa hasta que llegase el último, que era el que peslaba. Qué cosa. Decían que ellos hacían igual, aunque no en Helsinfors, Helsinki.

Será que soy un sospechoso.

Será. Qué se yo.